Hoy cumplo cuarenta y seis.
Lo digo sin pudores, porque más allá de lo que indique la cédula de identidad -e incluso, en ocasiones, el espejo- me veo y me siento más hermosa, sabia y auténtica cada día. Hermosa, no ya gracias a los afeites de la cosmética (que lucra con el miedo irracional a la vejez de tantas mujeres) sino con esa clase de belleza atemporal que surge del interior, de conocernos y amarnos tal cual somos, que nos tiempla la voz y nos hace brillar la mirada sin necesidad de artilugios. Sabia, con el conocimiento adquirido a lo largo de muchos caminos transitados, a veces con un hada benévola como guía y otras -quizá la mayoría- aprendiendo "de la manera difícil". Y auténtica, porque intento parecerme cada vez más a mi Ser Esencial; porque cada año que pasa voy dejando atrás el lastre de tantos paradigmas que alguna vez pudieron definirme pero que hoy ya no forman parte de mí, y develando a esa otra mujer que vive dentro de mi propia piel, tan parecida y al mismo tiempo tan diferente; y poco a poco me concedo más permiso para mimarla, complacerla y aventurarme en su mundo, un mundo secreto de serenidad, belleza y armonía donde ella será siempre la Reina...
Por eso, hace años elegí empezar a celebrar mis cumpleaños en la tranquilidad del hogar, sin fiestas ni bullicio. Es que soy incapaz de meditar sin una mínima dosis de silencio y soledad; y mi modo personal de honrar cada nuevo año de vida es precisamente reflexionar con GRATITUD sobre las bendiciones que tan abundantemente se me brindan: mi hijito, mi pareja, mis padres, mis amigas viejas y nuevas, la salud, el hogar, los sueños que alguna vez postergué y que hoy rebrotan con el entusiasmo de la primavera.
Sin embargo, este ritual tan íntimo y removedor se ha visto este año empañado por un dejo de tristeza: es que hace un par de días -apenas había publicado mi último post- recibí una llamada de mamá, para decirme que mi amada perrita Sheila acababa de dejar este plano terrenal. Y aunque la razón me dice que el hecho de haberla tenido en mi vida durante tantos años es también un motivo para sentirme agradecida con el Universo, no puedo evitar que una lágrima rebelde se me escape ante el recuerdo de sus expresivos ojos castaños...
Encontré a Sheila la madrugada de Navidad, allá por el año 2000. Nunca supimos si alguien la había abandonado ex profeso o había huído de alguna casa, espantada por el estruendo de la pirotecnia. Pero desde el instante en que la puse en mis brazos por primera vez -un bultito negro tembloroso y gimoteante- supe que había nacido una conexión especial entre las dos, y que esa conexión se extendería por siempre.
Era la perra más dulce y mansa que jamás he conocido, contrariando la fama de agresividad extrema que les han endilgado a los de su raza. Siempre fue especialmente sensible al frío, por lo que los primeros tiempos dormía acurrucada contra mi pecho; y luego, cuando su desarrollo físico la fue transformando en una esbelta y vigorosa adulta, decidió que "su" lugar de descanso era junto a mi lado de la cama, lo suficientemente cerca como para que yo pudiera extender el brazo y hacerle una caricia de buenas noches, que ella reciprocaba frotando suavemente su húmedo hocico contra el dorso de mi mano...
Tuve varios animales de compañía por ese entonces, y a todos y cada uno los amé con el alma; pero únicamente ella y Naomi -una gata mística cuya historia contaré en otra ocasión- se habían asumido como exclusivamente "mías" (¿o debería decir que me habían "adoptado" como SUYA?) Sin embargo, en esos tiempos de aparente felicidad yo aún no calibraba la inmensidad del amor que estos ángeles de cuatro patas eran capaces de prodigar.
Apenas años más tarde lo entendí realmente: fue cuando las circunstancias de la vida me llevaron a encontrarme completamente sola en una enorme casa vacía, con mi salud física y psicológica seriamente comprometidas. En ese entonces, cuando ni a mis propios padres les hablé abiertamente de mi estado y sólo alguna amiga incondicional se daba una vuelta para asegurarse de que hubiese sobrevivido un día más, Sheila asumió decididamente su papel de compañera, confidente y "ángel guardián" de mis noches insomnes; y cada vez que, presa del más hondo desasosiego, deambulé como un fantasma por las habitaciones oscuras, su estilizada figura caminaba mansamente un paso atrás, apenas levantando la cabeza ocasionalmente para mirarme, como diciéndome: "No estás sola. Pase lo que pase, yo estoy aquí, contigo".
Fue también mi único consuelo cuando perdimos a Naomi, víctima de una fulminante enfermedad que se la llevó en apenas unas pocas semanas. Y tan inmenso era su amor que -aunque los escépticos le busquen explicaciones más racionales- de algún modo llegó incluso a somatizar mi anorexia, hasta el punto de quedar tan en los huesos como yo misma...
Después, la vida dio otro viraje brusco y me mudé a una casa mucho más pequeña, donde ya no había espacio para mi querida compañera. Fue entonces cuando la llevé a vivir con mis padres; contaba por esa época seis años de edad, y aún cuando se adaptó rápidamente a su nuevo hogar y pronto recuperó el estado físico ideal, siempre me dejó en claro que seguía considerándome su "mamá". La alegría que demostraba cada vez que me veía llegar era inmensa, tanto como su desazón al verme partir nuevamente; y cada vez que intentaba explicarle cuánto la amaba y lo difícil que me resultaba estar alejada de ella, sólo fijaba sus ojos aterciopelados en los míos y rozaba con su hocico húmedo el dorso de mi mano, como diciendo: "No te angusties, yo comprendo".
Los años pasaron demasiado rápido; me mudé a una ciudad diferente, tuve a mi hijito y cada vez mis visitas a la casa paterna se hicieron más esporádicas. Mientras tanto, Sheila se fue tornando mayor y empezaron a aparecer algunos signos de la edad: perdió paulatinamente la audición, y últimamente también casi por completo la vista; pero su olfato seguía intacto, y bastaba que percibiera en el aire mi olor personal para que le cambiara hasta la expresión, y viniera mansamente a buscar un mimo en mi regazo, como en los viejos tiempos cuando vivíamos juntas...
La última vez que estuve por allá, la encontré muy desmejorada. Ya casi no se levantaba, excepto para comer; el resto del día lo pasaba tomando largas siestas al sol, o acurrucada en su camita. No obstante, la noche que partíamos de regreso ocurrió algo extraordinario: cuando a las dos de la madrugada salí con mi hijo a la puerta para aguardar el taxi que nos conduciría a la terminal de ómnibus, me la encontré echada en un rincón del porche, como si de algún modo nos estuviera esperando. "¿Qué hacés, negrita?", le dije suavemente."¿Por qué no estás en tu cama calentita?" Ella levantó lentamente la cabeza y una vez más me miró con sus ojos inefables, ahora casi ciegos... y entonces entendí: había venido a despedirse, presintiendo tal vez que ya no volveríamos a vernos en este plano de existencia. Así que dejé el equipaje a un lado, me arrodillé junto a ella y la acaricié con ternura, repitiéndole que la amaría siempre y agradeciéndole por tantos años de amor incondicional; y me vine con esa tristeza en el Alma, por no haber podido quedarme a su lado durante el tiempo que le restara de vida...
Ahora ya no está más con nosotros. Mientras su cuerpo reposa en el jardín de mi madre, rodeado de rosas y de lirios, quiero creer que su alma pura y transparente anda correteando por el paraíso de los perros, y desde allí me hace un guiño con sus ojitos castaños... Para ella va pues, en este día tan especial, mi amoroso recuerdo y homenaje, en los versos de una vieja canción:
"Y si hacemos caso a la leyenda,
entonces tendremos que pensar
que en la tierra hay una perra menos
y en el cielo, una estrella más..."
(MECANO)