Hacía varias semanas que no escribía nada en mi blog, pero no voy a aburrirles con una sucesión de explicaciones más o menos prosaicas (aunque se me ocurren unos cuantos argumentos entendibles para justificar la demora). La verdad es que, a mi entender, padezco una discapacidad crónica para distribuir el tiempo de la mejor manera: no sé si a alguna de ustedes les pasa, pero a mí suele ocurrirme que aún sin tener tareas monumentales para afrontar, de pronto llego a la noche con la molesta sensación de “se me fue el día y ni siquiera sé en qué...”
En fin, el caso es que en uno de esos días perdidos, me cayó “causalmente” en las manos un libro que buscaba hace mucho, el primer best seller de Sarah Ban Breathnach que lleva años agotado en las librerías: El encanto de la vida simple. Allí la autora –una desordenada compulsiva y apasionada con quien me resulta muy fácil identificarme– brinda una serie de sencillas pero formidables pautas para ordenar nuestra vida cotidiana y rescatar la belleza de los pequeños momentos. Seguramente en el futuro hablaré muchas veces de este libro y de Sarah (a quien ya considero más que una amiga, casi mi alter ego); pero hoy quiero compartir un fragmento que me tocó especialmente el alma.
“Muchas mujeres desean tener vidas apasionadas, dejarse llevar –pero a una distancia prudencial y en pequeñas dosis–. Por eso nos sentimos atraídas por las novelas románticas, las películas sentimentales, los culebrones, los flirteos platónicos y las revistas del corazón que ensalzan vidas más grandes que las nuestras. La pasión, después de todo, entraña el total abandono de la razón en pos del placer.”
“La pasión es salvaje, caótica, imprevisible. Permisiva. Excesiva. Obsesiva. [...] Las mujeres apasionadas no pueden evitar regocijarse con sus emociones, deleitarse con sus deseos, aullar a la luna, poner en práctica sus fantasías...”
“El resto tenemos responsabilidades de la vida real que nos dejan poco margen (o eso pensamos) para rendirnos a los impulsos pasionales: sonar narices, sacar a pasear a los perros, ir a recoger los paquetes a Correos, preparar tentempiés, asistir a reuniones de ventas, pedir hora para el dentista, rellenar los impresos para el campamento de verano, coger trenes, poner cenas sobre la mesa. Así se va el día. Así se va la vida, y no de un portazo, sino lloriqueando en silencio.”
“Lo que no percibimos es que la pasión es la musa de la autenticidad. Es la energía primordial y palpitante que infunde vida, la presencia sobrenatural que se revela en cada latido de nuestros corazones. La pasión no sólo se hace patente en el tópico del amor clandestino, romántico y fogoso. La naturaleza de la pasión también anida en lo profundo, lo sutil, lo tranquilo y lo comprometido: amamantar a un bebé, cultivar un jardín de rosas, preparar una comida especial, cuidar de un ser querido enfermo, acordarse del cumpleaños de un amigo, perseverar en un sueño. Todos los días nos ofrecen la oportunidad de llevar una vida apasionada y no pasiva, si somos capaces de atestiguar la inmutable presencia de la pasión en lo prosaico. Si dejamos de negarnos el placer. [...]”
“La pasión es sagrada, un profundo misterio que trasciende y transforma mediante el éxtasis. Tenemos que aceptar que un fuego sagrado arde en nuestro interior, aunque esta verdad pueda hacerme sentir incómoda. La pasión forma parte de la vida real porque fuimos creadas por el amor, para el amor, para amar. Si no exteriorizamos nuestras pasiones, seremos víctimas de la autodestrucción –la combustión espontánea de nuestras almas–.”
Supongo que el hecho de que esta página en particular me calara tan hondo se debe a que me retrotrajo en el tiempo hasta cinco o seis años atrás, cuando –recién divorciada y contemplando mi futuro como un enorme y prometedor lienzo en blanco–, solía describir a la PASIÓN (así, con mayúsculas) como el motor primordial de toda mi existencia: estaba dispuesta a generarme una pareja, un trabajo, una casa y un proyecto de vida que realmente me apasionaran, en los que pudiera volcar toda esa energía que sentía potencialmente bullendo en mi interior. De hecho, siguiendo el consejo que Paulo Coelho pone en boca de su personaje en La quinta montaña (“Cada uno de vosotros os pondréis un nuevo nombre a partir de ahora. Éste será el nombre sagrado, que sintetice en una palabra todo aquello por lo que soñasteis luchar”), escribí ostentosamente en mi diario la consigna que da título a esta entrada, y que me sirvió como una suerte de mantra personal a lo largo de mucho tiempo: MI NOMBRE ES PASIÓN.
Después, la corriente de la vida nos lleva para otros lados, y un buen día nos despertamos sintiendo que aquella pasión inicial se ha diluido hasta casi desaparecer por completo entre el ajetreo del trabajo, las cuentas pendientes de pago, la montaña de ropa lavada para doblar, los bebés reclamando la mamadera o el cambio de pañal y el cansancio crónico para el que no existen vacaciones eficaces...
Por eso es bueno que, de vez en cuando, libros como el de Sarah vengan a sacudirnos la modorra emocional. Para recordarnos que la PASIÓN –aquella misma que nos hacía soñar de adolescentes, y que nos convertía en luchadoras infatigables cuando jóvenes– todavía anida en un rincón olvidado de nuestro interior, como un tesoro de sabiduría, autenticidad y energía motivadora esperando ser redescubierto. Que nunca es tarde para rescatar sus valiosos recursos ocultos. Y que no es necesario abstraernos en el romanticismo inverosímil de la telenovela de turno para traerla de vuelta a la superficie: basta con aprender a mirar con nuevos ojos la realidad que nos rodea, a maravillarnos con la simple ternura de los gestos cotidianos, a ENAMORARNOS DE LA VIDA y crear, desde nuestro modesto lugar, un mundo mejor para nosotras mismas y quienes nos rodean...
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